Hay novelas que no se construyen con el argumento de varias historias entrelazadas que desembocan irremediablemente en un final apoteósico que nos puede lanzar a los brazos de la felicidad o condenarnos a los abismos de los infiernos más profundos. Hay libros que se convierten en expiaciones del alma, tal vez de nuestras propias almas. Es como intentar reflejar en un espejo los pensamientos más perturbadores que arrollan nuestros sentidos y nos condenan a una muerte en vida de la que nunca podemos huir.
A La letra escarlata le sucede algo parecido, cuando Hawthorne escribió esta novela, que para él se convertiría en su estandarte más representativo como escritor, no consiguió entrar en la recreación de una trama argumental que caracteriza a la literatura de nuestro siglo, sino que minimizó una historia que nos muestra el camino empedrado de la penitencia y la purgación del alma, y sobre todo las consecuencias de cometer un pecado que, aun siendo impuesto por nosotros mismos, nos hace convertirnos en Sísifo.
Hablemos del contexto histórico, Hawthorne, americano de nacimiento, refleja en la novela una fina pero dura crítica a esa sociedad puritana, inglesa, que arrolló las tierras del Nuevo Mundo concebidas como una Jerusalén aún pura, alejada del pecado europeo; sin considerar ni tener en cuenta a los que allí vivían que nada sabían ni conocían de ese Dios que doblegó bajo el yugo de la Salvación sus costumbres salvajes. La rígida visión de las costumbres, la vida ascética, casi mística, de un pueblo que se autoimponía estrictas normas de moralidad que eran penadas no solo con el castigo divino, sino con el castigo físico y psicológico de la justicia del clero y del pueblo que sometía a una estrecha vigilancia, un tanto hipócrita, los movimientos de sus vecinos, hacen que nuestros protagonistas se vean sometidos a una especie de Uróboros cristiano que nunca deja de girar.
Es cierto que los grandes escritores del siglo XIX criticaron a Hawthorne al observar que la fuerza psicológica de los personajes y su evolución lógica se iba perdiendo a lo largo de la trama. Desde una perspectiva simplemente argumental hemos de decir que su fuerza es nula, la trama de la venganza que se intenta exponer en la obra es demasiado sutil y poco pasional para haberse cometido, lo que podríamos considerar casi, como un crimen de amor, podemos achacar este hecho a la edad del viejo Roger Chillingworth, el cual cansado y hastiado del mundo que lo rodea no puede verter en su cometido la pasión de un joven.
Por otro lado, es curioso que Hester, la mujer adúltera, la mujer concebida para el pecado, sea a la vez el personaje más fuerte e independiente de la historia. Hester consigue hacer de su penitencia un modo de vida y lo transforma en la liberación y el respeto de un pueblo que se ve reflejado en ella de algún modo y que, tal vez, por haber sido tocada por el mismo diablo, consigue quedar por encima del bien y del mal, y puede así enseñar cuál es el camino de la verdadera fe a los siervos de Cristo.
Y, por último, el reverendo Dimmesdale es el personaje que más sufre debido a la doble moral y el miedo que le hace esconder su pecado. Dimmesdale profana las Santas Escrituras acostándose con una mujer casada, pero su alma no solo es pecadora, sino también cobarde, y no se atreve a acompañar a su vástago y a su amada por la senda del pecado, prefiere mentir, ocultar el hecho de lo sucedido. Muchas veces es más duro el castigo psicológico de nuestra propia mente que ser sinceros y dejar de cargar con aquello que nos pesa en la psique, ya que el pueblo olvida, pero la mente solo recuerda. Así de una manera bastante justa, Hawthorne deja que Dimmesdale se vaya consumiendo poco a poco en su propia mentira, mientras muestra una cara diferente, un rostro casi beatificado por la santidad a un pueblo que lo adora y que no sospecha nada. Su fin es evidente e inevitable, la muerte, ya que lo único que le dejaba con vida era la culpabilidad que le pesaba en el pecho por no portar junto a Hester la letra escarlata.
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